El
pueblo se había quedado dormido a la riviera del tiempo. El viejo farol
alumbraba la calle empedrada, recorrida siempre por pasos familiares, que
apenas se detenían para saludar ante una reja, perdiéndose después entre las
sombras.
Ella
apoyada en la ventana esperaba, sin saber a quien, cada tarde hasta el
oscurecer.
Un
día se sobresalto la quietud del paisaje y el atardecer se creció en ecos de
pasos de un caminante forastero que se detuvo
en su ventana. Había llegado como la esperanza, sin saberse de donde.
Ella
apuraba las horas del día presagiando sus pasos y amasando sus sueños.
La
noche que el le regalo el collar, fue la ultima vez que lo vio. Y su vida quedo
en reposo, mientras forjaba eslabones de espera y de sueños rotos, rodeándole
la garganta, entrelazados con su cadena de oro...
Cuando
comprendió que no volvería, por más que ella lo esperara, escribió un sencillo
testamento pidiendo que para su muerte, la enterraran con su collar. Se
imaginaba esperándolo en los balcones
del cielo.
El
tiempo paso indolente y acepto resignada la propuesta de matrimonio del
panadero del pueblo. Al calor del horno, distrajo al recuerdo, viendo crecer a
sus hijos.
El
día que la sorprendió la muerte, envejecida y rodeada de su familia, al leer su
última voluntad, supieron que quería ser enterrada con su anillo de bodas y las
primeras medallitas de sus hijos, para llevárselas consigo, al ir a radicarse a
la panadería del cielo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario